El precio de la inteligencia artificial en marketing
Cómo la prisa por vender erosiona la confianza del consumidor
Por qué la inteligencia artificial divide a marcas y clientes
Estamos en septiembre de 2025, en pleno hervidero digital donde cada clic se mide y cada segundo cuenta. La inteligencia artificial en marketing ya no es promesa, sino maquinaria engrasada que empuja anuncios, corrige textos y sugiere productos antes de que uno siquiera los busque. Lo curioso —y lo irónico— es que mientras los responsables de las marcas celebran la velocidad con la que estas herramientas disparan sus campañas, el público al otro lado de la pantalla empieza a torcer el gesto. Unos ganan tiempo, los otros pierden confianza. Y aquí es donde todo se vuelve incómodo.
Hace tiempo, cuando la IA era todavía juguete experimental, se vendía como una aliada que iba a traer precisión quirúrgica al marketing. Hoy, sin embargo, la paradoja es evidente: cuanto más dependen las empresas de algoritmos para hablar con la gente, más sospecha genera esa voz metálica que se esconde tras cada mensaje. El usuario, acostumbrado a distinguir la mentira en un gesto, empieza a oler la impostura en un correo demasiado perfecto o en un anuncio que parece saber demasiado.
Origen: Marketers turn to AI for speed, while consumers turn away in distrust | MarTech
El espejismo de la rapidez
La fascinación de los equipos de marketing por la IA tiene una explicación sencilla: velocidad. Lo que antes llevaba semanas de planificación, ahora se resuelve en horas. Redacciones automáticas, análisis de tendencias, segmentación quirúrgica… todo parece diseñado para que la marca se adelante al deseo del cliente. Pero esa obsesión por ir un paso más rápido se convierte en un problema cuando el destinatario percibe que lo están tratando como un dato y no como una persona.
La confianza, ese intangible tan frágil, no sigue el ritmo frenético de los algoritmos. Puede que la IA logre poner un anuncio frente a mis ojos en el instante exacto, pero si percibo manipulación, la magia se rompe. Y lo peor: se rompe para siempre. “Una vez que el cliente sospecha, no hay banner que lo rescate”, me dijo hace poco un viejo publicista con el que compartí café y anécdotas de campañas ochenteras.
Entre la fascinación y el rechazo
La sociedad vive un romance extraño con la IA. Nos deslumbra la precisión con la que nos recomienda películas o canciones, pero nos incomoda cuando intenta convencernos de comprar algo. En el terreno del entretenimiento, el algoritmo se siente como un mayordomo servicial; en el terreno de las ventas, parece un vendedor insistente que nos sigue hasta el baño.
El problema no es la herramienta, sino cómo se usa. La IA puede generar textos impecables, pero impecable no siempre significa creíble. A veces, lo que el público quiere es torpeza humana, la errata que delata que detrás hay una persona real. Lo artificial brilla, sí, pero también deslumbra hasta el punto de cansar.
La confianza como moneda de futuro
La gran pregunta es qué pesa más: la velocidad que ofrece la IA o la confianza que exige el consumidor. El marketing siempre ha sido un juego de equilibrios, pero ahora la balanza se inclina peligrosamente hacia un lado. Y no es casual que los estudios reflejen un aumento de la desconfianza en todo lo que huela a automatizado.
Las marcas se enfrentan a una elección incómoda: seguir corriendo tras la inmediatez que promete la IA, o levantar el pie y recuperar ese tono humano que genera complicidad. Como decía un refrán que escuché en mi infancia: “Quien mucho corre, pronto para”. Y quizá sea eso lo que le ocurra a esta fiebre por la inteligencia artificial en marketing.
“El consumidor ya no quiere magia, quiere verdad”
“La gente prefiere una verdad incómoda antes que un mensaje perfecto que huele a mentira.”
Lo sé porque lo vivo cada día como usuario: cuando un anuncio me habla demasiado bien, cierro la pestaña. Cuando me escribe un humano, aunque se equivoque, presto atención. Ese es el secreto que los equipos de marketing parecen olvidar en su carrera por automatizarlo todo.
Entre el marketing vintage y el futuro digital
Pienso en cómo funcionaba la publicidad hace décadas. Había jingles pegadizos, carteles pintados a mano, campañas que jugaban con el ingenio más que con los datos. Hoy, la nostalgia de aquel marketing “vintage” convive con la promesa de un futuro gobernado por algoritmos que saben más de nosotros que nuestra madre. La pregunta es: ¿qué preferimos? ¿El calor humano de un mensaje imperfecto o la perfección fría de la IA?
La respuesta, me temo, no es absoluta. El futuro quizá pase por un híbrido: algoritmos que hagan el trabajo sucio, pero con humanos vigilando la voz, el tono, la chispa. Porque, seamos sinceros, ¿de verdad queremos que una máquina decida qué palabras tocarán nuestra emoción?
Johnny Zuri: notas al margen
“Lo que más asusta no es que la IA piense, sino que piense demasiado parecido a nosotros.”
“La publicidad siempre ha sido manipulación disfrazada de ingenio. Ahora es manipulación disfrazada de algoritmo.”
Ecos de libros y viejas frases
Recuerdo a Umberto Eco en Apocalípticos e integrados, cuando hablaba de la fascinación y el miedo a la tecnología. Nada nuevo bajo el sol: seguimos atrapados entre el entusiasmo y la desconfianza. O aquella sentencia de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Podríamos adaptarla: el cliente tiene razones que el algoritmo no alcanza.
El dilema abierto
Así llegamos a un punto en que la inteligencia artificial en marketing ya no es cuestión de si funciona, porque funciona, sino de si conviene. Lo hace todo más rápido, más barato y más amplio, sí, pero ¿a costa de qué? ¿Estamos sacrificando confianza por velocidad? ¿Estamos entregando emoción a cambio de eficiencia?
En este septiembre de 2025, la respuesta aún está en juego. Tal vez la IA siga avanzando hasta hacerse invisible, como ocurrió con el correo electrónico o los buscadores. O tal vez la gente aprenda a desconfiar sistemáticamente de todo lo que suene demasiado perfecto. El tiempo dirá.
Lo único seguro es que, como en toda historia de amor mal llevada, cuando la confianza se pierde, no hay algoritmo que la devuelva.
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